Porque los días pasan y la ilusión, la pasión, para lo bueno y para lo malo, d e s p a r e c e n.
Y después de meses de relaciones, besos, abrazos la pasión no se había ido, pero el amor, de verdad,
seguía sin llegar. Y aquello era agotador. Cada uno por su lado y tampoco entonces pude usar la razón.
Llantos, empachos, nervios, gritos y almohadas saladas. Pero ah, seis meses más tarde, la tristeza pasional y desgarradora comienza a abandonarme. En los últimos años me he pasado temporadas viviendo con esa filosofía de live fast, die young and leave a beautiful corpse, justificando todo con locuciones latinas o italianas, ora carpe diem, ora dolce far niente...
También el placer justificaba los malos ratos. Porque cuando conoces el paraíso, se hacen más soportables unos minutos –a veces días- de infierno.
Y lo que más me aterraba era volver a la tierra. A la mediocridad, a lo mundano. Creía que jamás me iba a volver a conformar con menos, y me enfadé cuando él lo hizo.
La ira, por supuesto, también se desvaneció según caían las hojas del calendario.
Igual que las ilusión por volver a clase se extingue al pisar la calle después del segundo día de colegio, o a la quinta comida en tu nuevo piso compartido.
Pero, ¿y si lo que queda cuando toda la pasión se va, es lo que de verdad importa?
¿No es cierto que las parejas más sólidas son las que, aún cuando pasan los años, aún cuando el deseo merma, siguen amándose como el primer día? ¿No es más auténtico el esfuerzo, más valorado el estudio, cuando se persevera, a pesar de las dificultades?
Entonces pienso que tú y tu buena relación te puedes meter tu seguridad y comodidad por donde te quepan.
Que exceso siempre fue mejor que defecto, que todo es relativo al amanecer, o quizás hagan falta diez años para relativizar los malos momentos, pero los buenos, siempre serán buenos.
Y con eso me quedo. Con las risas, y la emoción, y también los altibajos.
Porque eso da un nuevo sentido a los momentos buenos, y en general te sientes más viva y más llena.
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